Estábamos los tres en «la cabaña»: escondidos bajo una manta que yo sostenía, con los brazos en alto, por encima de nuestras cabezas.
—¿Queréis que os lea un cuento de uno de vuestros libros? —les pregunté.
—No, que eso no se te da tan bien —respondió Julia—. Mejor un cuento tuyo.
—Bueno, un cuento mío.
—Pero que haya unicornios.
—¿Unicornios?
—¡Y un dinozauro! —saltó Jorgito.

Cuando voy a ver a mi sobrino y ahijado Jorge, que tiene dos años y medio, y a mi sobrina Julia, que tiene cuatro y pico, hacemos puzles y construcciones, jugamos al escondite, a la pelota o con un globo, les persigo con «el dedo cosquillero» y les hago «recotín, recotán» o «al paso, al trote y al galope». También pescamos bichos de una tabla de madera, tragamos bolas con unos monstruitos de colores, pegamos pegatinas en un cuaderno y de paso nos pegamos alguna que otra en las manos y en la cara… Pero lo que ellos prefieren es que me siente yo en el sofá, coja una manta, la levante con los brazos y les llame: «¡La cabaña!». Vienen siempre corriendo a meterse en ella conmigo.
El principal placer que proporciona estar en la cabaña a salvo de las miradas de los demás no es otro que el de estar en la cabaña a salvo de las miradas de los demás. A mis sobrinos les divierte saber que nadie puede vernos y lo anuncian desafiantes a voz en grito, medio canturreando: «¡Estamos en la cabaaañaaaaa! ¡No nos ve naaadieeeee!». Siempre hay alguien, claro —su padre, su madre, una tía, una prima— que acepta el reto y asoma la cara por una esquinita de la manta, o que la levanta de golpe y por sorpresa, y Julia y Jorgito chillan, se ríen, se estremecen de la emoción.

Además de ser un refugio secreto, o por serlo, la cabaña es el sitio más propicio para que prenda el hechizo de la narración. El cuento que les conté a mis sobrinos hace unos días, apretujados los tres en la penumbra de debajo de la manta, empezaba con un caballo que se llamaba Tino. «Tino, qué nombre más bonito», dijo Julia. «El unicornio quiero que se llame…, que se llame… ¡Lulú!». Una vez resueltas las cuestiones previas relativas a los personajes que no pueden faltar y a sus nombres, el relato empieza de nuevo —«érase una vez…»— y los niños se quedan inmóviles, callan en un silencio expectante, apenas respiran: la mecha se ha encendido.
En la cabaña no estamos más que unos pocos minutos, pero es un tiempo en el que el tiempo se detiene: el tiempo puro y sin tiempo de la infancia, del juego, de la ficción. En la oscuridad de la cabaña, con Julia a un lado y Jorgito al otro, estremeciéndome con ellos cuando alguien se acerca o contándoles una historia, yo también vuelvo a ese tiempo que es tiempo y no es tiempo: vuelvo a ser un niño.

—¡El cuento, el cuento! —pide Julia cada vez que nos escondemos bajo la manta.
—¡Con dinozauro! —añade Jorge.
Lo que no saben es que a mí me gusta tanto o más que a ellos meterme en la cabaña, que no nos vea nadie y contarles un cuento.
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Me hiciste acordar, cuando yo lo hacía con una «sobrina postiza». Que bueno tener el «poder» de reflejar la realidad de forma tan simple. Abrazo Jorge
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Bonitos recuerdos, ¿no, Jorge? Muchas gracias y un abrazo fuerte.
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¿Y el cuento?
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Ja, ja… ¿Así que quieres saber lo que les pasó al caballo Tino y al unicornio Lulú y al dinosaurio…? ¡Quedas invitada a la cabaña, Ada! 🙂
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Durante vuestra próxima acampada, si detectas una sombra, sabrás que estaré ahí, escuchando historias.
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Cuando yo era pequeña hacíamos una «casota» con cuatro palos y una lona y ese era nuestro refugio más preciado. Allí nos sentábamos en cuclillas lo más cerca posible unos de otros y hablábamos bajito.
Nos faltabas tú, Víctor.
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Qué bonito recuerdo, Gemma. Muchas gracias por contármelo ¡y por invitarme a tu cabaña! Un abrazo.
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Son momentos entrañables, Víctor, no hay nada como la inocencia y la ternura de la niñez.
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¡Nada, Lola!, muy de acuerdo. Gracias por tu comentario y un abrazo fuerte.
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