Silencios mindonienses

Para Armando Requeixo, con gratitud,
esta crónica de mi visita a Mondoñedo
que es también un humilde homenaje a Cunqueiro.

Arribé a Mondoñedo una fresca madrugada, la del último día de junio. Durante largo tiempo había fantaseado yo con visitar la vetusta villa en pleno otoño, pero bajando por la LU-124 —venía de hacer noche en Ribeira de Piquín, a orillas del Eo—, no eché de menos la niebla. Me detuve para recrearme en la delicadeza de la imagen: acomodada en su verdísimo valle, la ciudad no se desperezaba aún; tiernos cendales de boira difuminaban dulcemente los contornos del caserío, la mole parda del seminario, las torres de Nosa Señora da Asunción…

¡Mondoñedo!

Respiré hondo, sonreí, temblé emocionado.

¿Cuántos años llevaba deseando rendirle homenaje en su tierra natal al inmenso escritor, a mi adorado Cunqueiro? Postergaba yo el viaje, esperaba el momento oportuno. Había de ser en noviembre. Deambularía por rúas de piedra escuchando el tableteo de las gotas en mi paraguas. Husmearía tal vez en el aire el sutil perfume de una dama de antaño, muy quimérica y sensible. Buscaría las huellas y los ecos del maestro, leería por las noches sus páginas con maravilla renovada, y en blanca cunca bebería el vino de las mismas tabernas que él frecuentó, las tabernas donde se solazaba en la plática amistosa, bien trufada de historias y mixtificaciones.

Diome igual que fuera verano: los amenes de junio venían otoñales, aunque envueltos en ropajes de unos verdes muy lucidos. Qué silencio más gustoso, el silencio mindoniense; qué silencio más fragante. Las calles estaban vacías —era, ya dije, muy temprano—; la catedral me impresionó, magnífica y elegante; a un costado descansaba Cunqueiro, calibrando el paso del tiempo o maginando nuevas fablas muy sabrosas: la estatua de Cunqueiro, obra de Juan Puchades. Un prurito de vergüenza me impidió postrarme ante ella, aunque nadie fuera a verme.

«¡Mitómano exagerado!», pensarán algunos. ¿Mitómano? ¿Exagerado? Lean, lean Las mocedades de Ulises, el Merlín y familia, Las crónicas del sochantre, la Tertulia de boticas prodigiosas; lean la Escola de menciñeiros o Si el viejo Sinbad volviese a las islas. Degusten el sutil y suculento hojaldre de la prosa cunqueiriana, y su poesía, y pásmense con la invención, con el lirismo, con el ensueño, con el gusto y el regusto de vivir, con el humor, la melancolía, la fina humanidad…

Afagos, agarimos, aloumiños

Había un café abierto. Peregrinos animosos se aprestaban para su etapa en el Camino del Norte. Desayunando yo también, repasé mi vademécum: la excepcional guía literaria Álvaro Cunqueiro e Mondoñedo, del escritor Armando Requeixo, crítico literario y docente en la Universidad de Santiago de Compostela. Ciento noventa páginas de amena lectura —un itinerario muy completo y documentado—, entre historias, datos, citas y excelentes ilustraciones.

Volví a leer la recomendación del propio Cunqueiro con que Requeixo abre su obra:

«Aprenda o viaxeiro a deixarse, en Mondoñedo, aloumiñar polo silencio, por unha música antiga que anda no aire, na auga das fontes, no eco das campás. É como un veludo morno. Eu non me cansaría de recomendar, se fixese unha Guia de Mondoñedo para poetas, que o visitante se mesturase co silencio enorme da cidade e do val e da pausa do noso cotián vivir, se quixese recibir de Mondoñedo o galano das súas máis íntimas esencias».

Como un cálido terciopelo, a pesar de la frescura de la hora, era el silencio que me aloumiñou por las callejas del centro, que me siguió acariñando frente a la casa natal del escritor y ante la Fonte Vella, olorosa de antiguas pero frescas hierbas, y que no cesó de agarimarme cuando me alargué al Campo da Feira y a Nosa Señora dos Remedios. Un silencio líquido y una grata soledad, con la compañía de Cunqueiro y de Requeixo, afagaronme por el barrio dos Muíños hasta el puente do Pasatempo, que siglos ha presenció el engaño a la pobre doña Constanza. El sol había salido. Me senté a descansar. Gorjeaba el agua. Un mirlo cantó.

El mítico faiado y la xentiña

—Yo he venido a Mondoñedo por Cunqueiro —le confesé a la farmacéutica de la Rúa Lence Santar, trabando amable conversa.

Ella sonrió.

—Esos botes que ve usted ahí arriba —me dijo señalando la ringlera de albarelos— son los que había en la botica del padre del escritor. Yo recuerdo haber visto a menudo a Cunqueiro por la calle, de pequeña…

Había llegado el momento de conocer la casa en la que vivió don Álvaro con sus hermanos Pepe y Carmiña poco después de su regreso de Madrid, a finales de los 40, hasta que marchó a vivir a Vigo en el 61. Fueron años de retiro y de extraordinaria fertilidad literaria. No sé cuánto tiempo estuve en el pequeño museo que ahora ocupa la vivienda, desde cuyos ventanales casi se toca la catedral.

Era yo el único visitante. La casa —libros, fotografías, carteles, objetos personales, ¡el único gorro que se conserva del mago Merlín!— estaba toda en calma. Sonaba en las estancias, con el crujido de la tarima, un silencio esencial, un íntimo silencio hecho de murmullos y sugestiones. ¿Queda algo de nuestros escritores predilectos en los sitios que habitaron? Desdeñamos la molesta pregunta para disfrutar de nuestra fantasía muy a solas. Queremos sentirnos más cerca de quienes nos procuraron tanta felicidad.

¡Cuánta emoción al subir al faiado!, al mítico faiado en que escribía Cunqueiro: el desván trasero de la tercera planta, con vistas al recoleto huerto familiar y al bosque de Silva, en que nuestro autor encontraba inspiración. Escudriñé el paisaje, consideré las lejanías, me sentí afortunado. A mi alrededor, galardones, fotos, manuscritos, una lupa, una petaca de cuero y la historia de su dedicación al periodismo, además de una grabación del cuco que el incansable fabulador escuchó desde su ventana a las diez y once minutos de la mañana del viernes tres de abril de 1959.

Y el modesto tablero de su escritorio, sobre el que reposaba la máquina de escribir, una vieja Smith Premier 10, con la que tantos de sus libros compuso, y cientos de artículos. ¿Era posible no emocionarse?

Hubo tras la visita, sí, empanada y ribeiro, y algún que otro manjar. Hubo reposo —una siesta de las de antaño, como la dama aquella, quimérica y delicada—, hubo café, hubo escritura, hubo una visita breve a la fría catedral de Nosa Señora da Asunción y una parrafada amena con el joven que tramitaba el acceso, admirado de mi admiración por el genio local.

Hubo también un recorrido minucioso por el centro, guía de Requeixo en mano, y otro paseo hasta la Alameda, donde unos pocos niños apuraban los juegos. La tarde, bellísima, se demoraba bajo los castaños, no quería terminar. Degusté la pausa, el cotián vivir. Tras la cena hubo lectura: en Xente de aquí e de acolá hice buenas migas con Penedo de Rúa, con Louredo de Hostes, con Muñiz de Parada y el resto de la xentiña que Cunqueiro se entretuvo en retratar en ese libro, «esculcando o segredo do ser galego».

Orballó

Desperté muy temprano; tenía que marchar. Vi las primeras luces, muy grises y dudosas, desde mi habitación: techos de pizarra, blancas galerías acristaladas, torres altas de la catedral, la preciosa fábrica del seminario de Santa Catarina, como detenida en el tiempo. Vibraba el aire con un punto de molicie, convidaba a quedarse en Mondoñedo, «rica en pan, en aguas y en latín».

Ducha, café, mochila, maleta, las llaves del coche… Unas palabras de despedida con Eva, cordialísima anfitriona. Para el final dejé lo que más temía y deseaba. No me iría sin visitar el camposanto antiguo. De camino por calles desiertas, el dulce silencio mindoniense —grato y tibio terciopelo— adquiría un aroma distinto: pronto se iba a teñir con una gota de acíbar.

No era otoño —julio empezaba—, pero tenía que orballar y orballó. Orballó mientras yo buscaba la tumba de Cunqueiro. ¿Era orballo o era froallo? ¿Era breca o barruzo, mexadeira o barruñeira? Por momentos más parecía que la cosa fuese virando a xistra, a bategada, a zarracina, a enrabietado trebón. Y yo mojábame sin importarme, y no encontraba lo que buscaba en el laberinto solitario del Cemiterio Vello. Me pregunté si habría un mensaje en mi confusión, una lección de vida, y literaria.

Di con la lápida al fin.

El escritor murió en la madrugada del 28 de marzo de 1981, en la ambulancia que lo trasladaba, ya muy enfermo, desde Vigo a su ciudad. Un año antes, en el discurso que pronunció en un homenaje que le hicieron, había sugerido la inscripción que algún día tal vez pudiera grabarse en su lápida, si de él se quisiera hacer un elogio. Iba a temblarme la voz. El mullido silencio se cargó de melancolía. Frente a la tumba leí las palabras:

«EIQUÍ XAZ ALGUÉN QUE
COA SÚA OBRA FIXO QUE GALICIA
DURASE MIL PRIMAVERAS MAIS».

 

 


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6 comentarios en “Silencios mindonienses”

  1. ¿Qué tal Vito? Buenos días.

    De las primeras cosas que he hecho esta mañana, luego de prepararme el mate, fue leer estos “Silencios mindonienses”.

    Sigues transcribiendo tal cual los lugares, y sucesos, como lo hiciste cuando estuviste en Montevideo, que jamás olvido.

    En particular no conozco Mondoñedo, pero ya lo conozco.

    Un abrazo

    Jorge

    Por MT Asociados

    Cr . Jorge Mahy

    Feliciano Rodriguez 2699 Esc 001

    Montevideo – Uruguay

    Tel. (+598) 27052870

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    1. Buenos días, Jorge, y mil gracias por tu lectura y tu comentario. Recuerdo la intensidad de las sensaciones en aquel primer viaje mío a Montevideo, que fue muy especial gracias a ti, a tu amistad, y lo mucho que disfruté escribiendo después aquella crónica. ¡Un abrazo fuerte!

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  2. Qué delicia visitar contigo Mondoñedo y recrearse por los paisajes y los recuerdos de la casa de Cunqueiro. No es sólo lo que cuentas, sino la forma en que lo haces. Mil gracias, Víctor.

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  3. Que delicia de paseo nos has regalado por Mondoñedo y los lugares que habitó Cunqueiro. No es únicamente lo que cuentas, sino también la sensibilidad con que lo haces. Mil gracias, Víctor.

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