Dicen que hoy es el Día del Padre. Copio aquí un fragmento de Inventario del paraíso en el que hablo del mío, que se fue hace ya mucho tiempo.
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Conocemos los códigos pero no sabemos lo que significan. Están escritos en una lengua que no entendemos y por eso no tienen ninguna utilidad para nosotros. Sabemos que son la clave de algo, pero no cómo activarla, ni tampoco qué es ese algo. Brillan en nuestras manos con un brillo antiguo que no nos dice nada. Y sin embargo percibimos un eco de su poder y su calor, que viene del pasado.
Un verano, el año del cubo de Rubik, papá se obsesionó con él y se propuso dominarlo. En cuanto tenía unos minutos se concentraba en el juguete, venga a darle vueltas a sus caras de colores. Avanzó bastante, pero siempre se le quedaba algún cuadradito descabalado. Empeñado en conseguirlo, se hizo con un libro, un pequeño manual, que explicaba cómo completarlo. La clave, al parecer, residía en esa frase cabalística de resonancias orientales, ataití-itiatá, cada una de cuyas letras indicaba un movimiento de una de las filas del cubo en un sentido determinado.
Está bien que por lo menos algunos rompecabezas se solucionen con una palabra mágica. Que cada código abra una puerta. Pero también tenemos que aceptar que haya claves con significado solo para los demás, porque a nosotros no nos dicen nada. El único poder que encierra ahora ataití-itiatá es circular: el poder de activar una rendija hacia el pasado por la que podemos volver a ver a papá sentado en uno de los sofás de Las Palmeras, o a la mesa redonda de la terraza de atrás, enfrascado en el cubo de Rubik, girando los cuadritos de colores con sus dedos delgados y huesudos, y levantando un momento la cabeza para mirarnos y decirnos sonriendo: «Ataití-itiatá».
De Inventario del paraíso (Libros Canto y Cuento, 2019).