Veinte recuerdos

Yo fui un niño en una librería. La librería Denis de Málaga fue mi casa de las palabras. Creada en 1949 por mi abuelo Juan, se mantuvo abierta más de medio siglo. Fue la mayor y más importante de la ciudad durante décadas. Yo fui un niño que creció entre libros, en una casa de las palabras. Veinte recuerdos de ella, así, a bote pronto, en esta tarde de verano.

 

1. Los cuentos infantiles de colores que al abuelo Juan se le había ocurrido colgar por lo alto de la librería: prendidos a cuatro o cinco alambres que había hecho instalar de pared a pared, hacían que la mirada de los niños se dirigiera hacia arriba, con ilusión, nada más entrar.

2. Las horas de lectura en la sección infantil, abstraídos mis hermanos, mi primo Juanjo y yo de la mirada de los clientes y del ajetreo de los empleados.

3. El huroneo constante por el laberinto de escaleras, tabucos, galerías, pasillos y almacenes, en las dos plantas que luego fueron tres, mirando y remirando con codicia los libros nuevos, las cartulinas, los bolígrafos, los lápices de colores, los cuadernos… O buscando un sitio donde escondernos un rato.

4. Tardes de agosto abriendo cajas y paquetes de libros de texto, marcándolos con el precio y ordenándolos en el almacén por editoriales, cursos y asignaturas.

5. Las meriendas en el despachito de los abuelos: bollos de leche o cruasanes o «dobles» blanditos de la confitería La Española, y chocolatinas.

6. El rincón de la mesa del tío Pepe, en la trastienda, donde no dábamos crédito ante su misterioso aparato de télex, con el que decía recibir pedidos de universidades de Estados Unidos y enviar pedidos a editoriales de otros muchos países.

7. La vieja guillotina de hierro que había en el almacén del fondo y que manejaban el abuelo Juan y tito Agustín. Nosotros solo nos atrevíamos a usarla cuando no había nadie por allí, con miedo de que nos pillaran… o de rebanarnos un dedo.

8. La vergüenza de tener que atender a los clientes y lo mal que lo pasaba —torpe yo— cada vez que tenía que envolver un libro.

9. Los sellos extranjeros que la abuela Lola me iba recortando de las cartas que se recibían en la librería y que me daba para mi colección, metidos en un sobre, cada vez que volvíamos a Málaga.

10. Salir a hacerle un recado al abuelo —comprarle tabaco en el estanco del pasaje Heredia— y de paso comprarnos chucherías en el quiosquillo de enfrente justo de la librería.

11. La tarde en que vi cómo mi tío Jorge, al pedirle un cliente un determinado título, extendió el brazo derecho hacia atrás sin darse la vuelta, sacó un libro de uno de los estantes con un rápido movimiento —el libro— y lo puso encima del mostrador ante la mirada atónita del cliente. Y de la mía.

12. La fascinación de los bolígrafos Bic nuevos, el brillo seductor de los rotuladores Carioca, la promesa de color de las ceras Manley sin estrenar, el afilado perfecto de los lápices Alpino, el increíble perfume de las gomas Milan «de nata», que no era de este mundo.

13. Las tapitas que nos tomábamos a media mañana con el tío Pepe o el tío Jorge en el bar Viena de calle Granada: la ensaladilla rusa con tropezones de remolacha y los sabrosos perritos calientes, que servían en medianoches tostadas y untadas de fuagrás.

14. La avidez por leer más libros. Más libros de Tintin, de Astérix, de Los Cinco, de Los Siete Secretos, de los Hollister, de los Tres Investigadores… Y los Super Humor de Mortadelo y Filemón, de Zipi y Zape, de los vecinos de 13, Rue del Percebe, de Super López, Rompetechos, el botones Sacarino y los demás.

15. La alegría de la mañana en que, siendo ya adolescente, vendí un ejemplar del Tres tristes tigres de Cabrera Infante unos meses después de habérmelo leído. Y la sorpresa del día de Navidades en que una señora me pidió una colección cualquiera de libros infantiles para un estante vacío «de este tamaño» (me indicó la medida separando las manos) que había encima de la cama de su hijo.

16. Salir a la esquina de calle Granada, la tarde del cinco de enero, para ver pasar la cabalgata de Reyes, y volver con los bolsillos llenos de caramelos a la librería, donde la muchedumbre de clientes de última hora no nos hacía sospechar nada.

17. La mirada guasona de tito Agustín, con su pitillo siempre en la boca; las conversaciones y las risas del tío Jorge con sus mejores clientes, escritores y profesores de universidad, en su rinconcito del piso de arriba; las bromas del tío Pepe, con el que no podíamos despistarnos si no queríamos que nos la pegara otra vez; la perseverancia con las cuentas y la correspondencia de mi abuela Lola, sentada toda la tarde en su despachito, tras haber dado clase por la mañana en la Escuela de Prácticas de la calle Rodríguez Rubí; el trabajo infatigable del abuelo Juan en su mesa de detrás del mostrador, junto a un escaparate, y por toda la tienda.

18. El placer de volver a casa con un nuevo tesoro en nuestro poder: un sacapuntas reluciente, un cuadernillo Rubio, un bloc de hojas cuadriculadas, otro libro…

19. El dulce, el acre, el embriagador olor a papel impreso, que me intoxicó para siempre.

Y 20. El último libro que me llevé de la librería, el 26 de diciembre del año 2000, pocos días antes de su cierre: un ejemplar de El árbol del erizo, de Antonio Gramsci. Un libro triste —recoge algunas de las cartas que el político italiano escribió a sus hijos desde la cárcel—, pero también un libro hermoso, en el que las cartas se intercalan con los relatos de Tolstoi, Dickens y otros escritores de los que Gramsci les hablaba a sus hijos. Un libro que es ya un símbolo para mí, un símbolo de lo que no se cierra, de lo que no muere, de lo que no puede desaparecer: la infancia, la lectura, las casas de las palabras; el recuerdo de los abuelos, más vivo que nunca, inmarchitable; el latido de una historia en una página, el sueño de ser un niño y leer un libro.

NOTA: Hace ya muchos años, y bajo peculiar seudónimo, hablé de la Librería Denis en mi Cuaderno de lengua. Lo hice también en mi novela Inventario del paraíso y en este breve artículo publicado por la revista El Cuaderno. Fernando Alonso González incluyó un bonito texto sobre la librería en su libro Comercios malagueños que dejaron huella (Ediciones del Genal, 2019), texto que reprodujo el diario Sur: «Librería Denis: la magia y el encanto de los libros (1949-2001)».


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13 comentarios en “Veinte recuerdos”

  1. Cómo han cambiado Málaga y el mundo desde ese no tan lejano 2000. Ya prácticamente no existe ningún establecimiento familiar en esta ciudad vendida a las franquicias que reciben al turismo regurgitado por los cruceros. Qué de recuerdos me ha despertado la lectura de tu entrada. Como curiosidad te diré que el mismo local que después fue vuestra librería, fue anteriormente un café donde mi tatarabuelo, el «Signor D’Affari» elaboraba para la clientela sus helados italianos.
    Un saludo

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    1. Muchas gracias por tu comentario, Pablo. Sí que han cambiado las cosas en los últimos veinte años, sí. El centro de Málaga… da pena, la verdad. Me alegro de que te haya gustado el texto y te agradezco la información sobre tu tatarabuelo y sobre el café que ocupaba el local de la calle Santa Lucía. Un cordial saludo.

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    1. Hola. Yo también pasé por la maravillosa papelería y librería cuando era pequeña, y fui alumna de Doña Dolores Zambrana, cuántos recuerdos. También conocí la casa de Ventura Rodríguez. Siempre en mi corazón

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  2. ¡Me encanta este artículo! Me has dado mucha envidia. De niña quería tener una papelería y rodearme de Cariocas y Milan de nata. De mayor, una librería. Gracias por compartir estos preciosos recuerdos que me han hecho regresar a la infancia.

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