No estuve seguro de si tendría sentido lo que llevaba un tiempo pensando acerca de Marsé y de Umbral hasta que no se lo oí decir a mi amigo Aurelio. Fue hace un par de años, una tarde de primavera, tomándonos los dos un gin-tonic en el paseo marítimo de Málaga.
—Marsé se metía con Umbral porque se parecían —me dijo Aurelio—. Se parecían en la floritura.
Solo entonces, al oírselo decir a él, supe que no era tan absurdo lo que yo había venido rumiando. Si me había obsesionado con la distinción entre «narradores» y «estilistas», tal vez fuera porque siempre me había dado la impresión de haber en ella —o en la manera en que algunos la exponían— mucho de cierto y algo de trampa. Se trataba de dos especies diferentes, sí, pero ¿tan opuestas como algunos se empeñaban en presentarlas? (¿Y no pertenecería yo a un género híbrido?).
Dos especies
Recordemos su caracterización estereotípica. «Narradores», ya sabemos: quienes quieren, sobre todo, contar una historia. Galdós, Baroja, Delibes, Martín Gaite, Marsé. Y «estilistas»: los escritores que dan prioridad o prestan una atención especial a la forma, en muchos casos buscando la belleza del texto. Valle, Azorín, Miró, Chacel, Umbral.
Se burlan algunos narradores de los estilistas: como no tienen nada que contar —dicen— ni son capaces de crear vida mediante la escritura, se dedican a jugar con las palabras, a intentar producir efectos con ellas. Prosa hueca, al fin y al cabo; sonora, tal vez, pero sin sustancia.
También hay estilistas que desprecian a los narradores: les acusan de descuidar la expresión y de escribir libros en los que «pasan cosas», en los que se narra una sucesión de hechos de una forma más o menos comprensible. ¡Qué vulgaridad!
«Escribir no es contar historias», aseguró Marguerite Duras en un texto de La vida material. «Es lo contrario de contar historias». Algún estilista añadiría: «No hace falta contar nada o no importa lo que se cuente. El lenguaje, empleado o tratado de una determinada manera, puede sostener un texto por sí solo».
Por otra parte, en un artículo de la novelista María Oruña publicado hace tiempo en la revista Zenda, leemos: «Una vez dije en una conferencia que escribir bien era técnicamente fácil, y que lo difícil era tener una buena historia. […]. Hace falta tener algo que contar; pero algo que valga la pena, que sea pura electricidad». (¿No arrugaría la nariz un estilista ante la rima interna de esta última frase?).
Matices y distinciones
Yo intuía que había trampa: que no eran dos especies tan distintas. O que algunos de sus más conspicuos representantes quizá no se diferenciaran tanto entre sí. Y me negaba a adscribirme a una sola rama, la de los preciosistas o la de los cuentacuentos. ¿No podía pertenecer a las dos? Como todas las generalizaciones, también esta era simplificadora, reduccionista, demasiado tosca como instrumento para entender la realidad: la realidad de la literatura, en el caso que me ocupaba.
Se podía categorizar a los prosistas como estilistas o como narradores, pero no se trataba de dos estados opuestos —una cuestión de blanco y negro—, sino de dos elementos de una distinción que había que conjugar con los elementos de otras muchas distinciones posibles. Todas ellas se cruzaban y se combinaban en cada escritor, junto con sus propósitos y sus presupuestos estéticos, con sus gustos, sus valores, sus fantasías, sus limitaciones y otras muchas cosas. Solo atendiendo a todas ellas era posible afinar o matizar en el conocimiento y el aprecio de un autor.
Me dio por pensar —y Aurelio me lo confirmó en Málaga aquella tarde de primavera— que tal vez Umbral y Marsé se asemejaran más de lo que les habría gustado, a pesar de la manía que parecían tenerse el uno al otro. El primero se adscribió a la línea de Quevedo, Valle y Gómez de la Serna frente a la de Cervantes, Galdós y Baroja, a los que criticó por «escribir mal». El novelista barcelonés, por su parte, se burló en muchas ocasiones de la «prosa sonajero» de Umbral, de su «prosa campanuda» y de mero «artificio verbal», que compartía con escritores como Cela.
¿Pero no era verdad que también él, Marsé, trabajaba mucho el estilo? ¿Que se esforzaba por conseguir cierto ritmo, cierta sonoridad, y en construir y cerrar las frases de una determinada manera? Los mejores narradores toman muchas decisiones estilísticas conscientes: definen la arquitectura del cuento o la novela, diseñan la secuencia de los capítulos y de los párrafos, modelan las frases, eligen las palabras con esmero.
¿Y no contaba Umbral historias? Las contaba, por supuesto. Como hacen todos los considerados «estilistas», solo que lo hacen de otra forma: cada uno a la suya. Qué reduccionista y simplificador, sí, resulta despreciar los relatos que no tienen una trama «dura», una línea argumental clara o «de conflicto». Hay muchos tipos de historias y muchas maneras de contarlas, como hay también modos y grados distintos de trabajar la forma, de recrearse en el artificio verbal, de engolosinarse con las palabras o intentar crear belleza con ellas.
¿Tú qué eres?
Le hablé de todo esto a mi amiga Sofía hace unos meses. No estábamos en Málaga, sino en la plaza de las Comendadoras de Madrid, una noche de verano. En vez de gin-tonic bebíamos unas margaritas… bien acompañadas por tacos de tinga poblana.
—¿Y tú qué eres, narrador o estilista? —me interrumpió Sofía con una sonrisa, buscándome las cosquillas.
Tomé aire para responder, pero ella no me dejó. No me dejó elaborar, no me dejó precisar, no me dejó matizar. Temió, probablemente, que me extendiera como me he extendido en este artículo —temió que me enrollara—, y saltó:
—¡Eres estilista!
Devolviéndole la sonrisa, respiré hondo antes de contestar.
—Y narrador, y narrador.
[…] Este artículo de Víctor Colden me da pie a escribir acerca de la pugna (¿real, ficticia?) entre esos dos tipos de escritores. […]
Me gustaMe gusta