La cosa va así: una vez terminado un libro, hay que escribir otro. Ya cogida carrerilla, no va uno a detenerse. Me acuerdo de Umbral, de su capacidad de trabajo, de su adicción a la escritura. Siento algo parecido. La vida no es vida si no produce uno prosa. ¿Temas, historias, ideas? No me faltan, pero quizá sean lo de menos. Lo que importa, acaso, es la respiración de lo escrito, el tono, la voz. Otro libro, pues. (¿Pero qué libro?).
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Rachas de gastar mucho en letra impresa —o demasiado— seguidas de semanas sin entrar en librerías. Se agobia uno, no quiere comprar más libros durante un tiempo, no quiere oír hablar de novedades ni acordarse de los clásicos pendientes. ¡Son tantos los volúmenes que hemos comprado o nos han prestado y no hemos leído! Se han ido acumulando en el salón, en el dormitorio, en nuestro mechinal de escritura, y nos miran como diciendo: «¿Cuándo llegará nuestro turno?». No sabemos responder, y los miramos con vergüenza y desazón. Mejor evitar librerías y bibliotecas algún tiempo, mejor no entrar.
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Nos gusta tanto lo que escriben nuestros autores preferidos, nos sentimos tan en sintonía con ellos —con su mundo, con su mirada, con su estilo—, que no podemos concebir que a ellos no les guste lo que escribimos nosotros. Y es perfectamente posible. ¿Es incluso lo más probable?
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Lo que me dijo Tes Nehuén hace unos días: que escribir sobre uno mismo es un acto de generosidad hacia los demás. «Quien escribe ofrece, en muchas ocasiones, lo mejor que tiene». Le objeté que también se puede hacer por puro egocentrismo, sin intención alguna de darle nada a nadie. «No importa», me respondió, «la generosidad no tiene por qué ser consciente o voluntaria». (Los regalos de Tes).
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Quienes tratan con sumo cuidado sus libros y los conservan como nuevos —las tapas perfectas, ni una página doblada, sin notas ni subrayados— pueden haberlos leído con la misma atención y el mismo provecho que quienes tienen los suyos llenos de anotaciones, muy trabajados y baqueteados.
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El devastador sentimiento de orfandad que sentimos al terminar un libro que nos ha gustado mucho. ¡Han sido tan intensos los días o las semanas que hemos pasado en él! ¿Cómo les diremos adiós a esa voz, a esos personajes, a esa historia? Habríamos querido que no se fueran nunca. Y vamos desnortados de cuarto en cuarto o deambulamos por las calles sin encontrarle gusto a nada. No deseamos empezar enseguida a leer otro libro: nos parece una traición. Preferimos que la emoción y la pena vayan perdiendo fuerza poco a poco, mientras sentimos en el pecho aún el eco de las palabras que conformaron ese otro mundo en el que vivimos mientras duró la lectura.
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«¿Cuál es tu mejor libro?», me preguntó un amigo. Tras mucho dudarlo, mencioné uno de mis títulos. Enseguida me arrepentí. ¿Mi mejor libro? Tenía que haberle contestado que el que acabo de publicar. No: el que estoy escribiendo. O —mejor todavía— el que aún no he escrito. (¿El que nunca escribiré?).
(Imágenes de OpenClipart-Vectors y de GDJ en Pixabay).
Víctor, comparto cada «trocito» de reflexión. Acabo de conocer a Tes en Ig. Seguiré leyendo su lucidez.
Sobre la generosidad… Sí, nos damos a otros, pero porque nos plena hacerlo, así que es una entrega ambigua. Unos días será para los otros; unos días será para respirarnos.
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Muchas gracias por tu comentario, Ada, me ha gustado mucho. Estoy de acuerdo con lo de «entrega ambigua». Permíteme que añada que a veces la ambigüedad puede no ser por la alternancia según los días, sino por la coexistencia de motivaciones distintas. Eso siento, al menos. Gracias de nuevo, todo un placer conversar contigo.
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